domingo, 16 de noviembre de 2008

El último panfletorro

Una de las discusiones más antiguas dentro de la historia de la filosofía es aquélla que versa acerca de su función, siempre ligada a otras como la explicación de qué sea, qué hace, qué produce. Como en el cine, hay peliculones y subproductos. Heleno Saña nos regala, bueno, nos vende muy a su pesar y por cuestiones ajenas a su voluntad buena y limpia, el último bodrio de este género literario que, no obstante tiene su interés y, también, su miga. El artefacto se intitula Atlas del pensamiento universal: historia de la filosofía y los filósofos, Almuzara (Books4pocket): 2008.
La primera parte está colocada para cumplir, muy a la moda en la integración de las «otras filosofías» del tiempo eje, trufada de juicios de valor difíciles de discutir, queda entendido, porque en 347 páginas y con una media de una hoja por autor, no hay para más; la originalidad está en la segunda, 240 páginas, donde se integra, como particularidad, tanto a los clásicos de la disciplina: Comte, Husserl, Hegel, Positivismo Lógico, como al pensamiento obrero (Rosa Luxemburgo, Kautsky, Sorel, Fourier, etc.); el neotomismo, el socialfascismo o la teología de la liberación, lo cual es poco habitual y necesario.
De cualquier forma lo gracioso del libro está en el excurso final en donde se nos muestra bastante de la perspectiva del autor (qué mal está el mundo) e incluso se le hace el psicoanálisis al Hombre (y de paso a Fukuyama) quien, nos asegura Heleno «[...] está cansado, empezando por la civilización de la máquina y la velocidad [¿añora los tiros de mulas Heleno Saña? ¿bañarse en las libres aguas de la Selva Negra en invierno?] creada por él mismo. Cansado de su soledad como de las masas que le rodean [¿masas de cardos borriqueros? ¿de berberechos en vinagre?], de las mentiras que tiene que oír, de las injusticias que tiene que presenciar y hasta quizá de los artículos fabricados en serie que tiene que consumir [yo siempre he dicho que donde esté un buen calentador de gas natural hecho a mano y con repujados que se quite tó]. Tampoco es feliz, aunque no lo admita y se obstine en creer, con el charlatán Francis Fukuyama, que vive en el mejor de los mundos posibles [ay, este Francis, qué traviesillo]» (p. 344-345).
Tras este análisis revelador que es de todo menos sucinto a pesar de que ocupa 20 páginas infumables, nos espera la conclusión, el elogio de la filosofía de este santo para quien: «[...] no es un lujo o artículo de moda, sino un valor eterno situado más allá de los altibajos y vaivenes históricos. ¿De qué nos sirve hoy, [¡coma!] la Filosofía? Entre otras cosas nos sirve de consuelo cuando estamos invadidos por la tristeza o la pena [¿?] [...] También nos ofrece compañía en las horas de soledad [¿¿??] [...] Los filósofos -muchos de ellos por lo menos- pueden convertirse en nuestros mejores y más fieles amigos [¿¿¿???], y lo que ellos nos comunican puede, a su vez, darnos la paz interior que el mundo externo tan a menudo nos niega [...] Sin su ayuda no llegaremos a comprender nunca del todo lo que somos, adónde vamos y cuál es el sentido último de nuestro paso por la Tierra [...] y cuanto más antigua, más alto es casi siempre su valor» (p. 346-347). En fin, no creo que haga falta una exégesis de semejantes posturas, sólo remarcar que el resultado es, en contra de sus pretensiones, que la historia de la filosofía es la historia de las doxai, las opiniones de este o aquélla y por lo tanto estamos ante un gallinero y no en el huerto bien cultivado de un hortelano filosófico; y, por otro lado, que su vida da un poco de grima a pesar de formar parte de esa ciudad de Dios de los que leen a Platón o a Séneca, pues se me asemeja, bien mirado, a la de quienes lloran cuando llegan al orgasmo de su triste paja.

Fotografía: www.elpais.com/fotografia/ensayo/ensayista/Heleno/Sana/elpfot/20070127elpbabens_4/Ies/

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