Algunos libros (su edición de Gente feliz com lágrimas, de João de Melo, con la que aprendió
portugués; el ejemplar casi desintegrado del libro de Comín: Fe en la tierra que no me dejó llevarme la última vez, casi como un prurito ético –estoy seguro
de que no lo leía desde hacía años-, para no perder un componente material de
su persona; el último de Leonardo Padura que me recomendó en varias ocasiones; el ejemplar subrayado de Esplendor, se lo regalé también en nuestro último encuentro,
convencido como estaba –y acerté- de que le encantaría); restos de un pasado
más antiguo que yo, supervivientes como piedras en el riñón que se han
mimetizado con el entorno (los diosecillos orientales de loza –creo que falta
alguno- con los que jugaba de infante); dos búhos de su colección y muchas
fotos enmarcadas (ahí está Gloria Alves, hace dieciséis, veinte años; él cuando
joven, posando conmigo en las playas de Portugal, haciendo gala de una lozanía que se nos escapa a todos alguna vez; los dos de nuevo, diez años después –la fotografía
la tiró Felgueroso cerca de una iglesia en el límite del concejo de Langreo-; y
más, muchas más). Ni la televisión, ni el mantel del ajuar de mi madre –del que
se habrá deshecho hace muchos años, como de las Obras Selectas de Lenin que no pude evitar que tirara al contenedor-,
ni las esculturas precolombinas que se trajo de Nicaragua y que fue regalando
con su deje de coquetería habitual. Algún cuadro y dos cojines que perderán su
olor a ropa limpia pero que aun respiro mientras duermo la siesta y recuerdo a
su través. Sus últimas fotos que conservo en el móvil: insistió mucho en que se
las hiciera y yo no le di importancia alguna. La entrevista que planeé como
punto de partida para una investigación sobre su pasado y que pervive como único testimonio sonoro junto con la última llamada que me hizo. Se
me quedó la sensación de estar saqueando una casa que no era mi casa, y ya no
lo será nunca, de estar robándole. Cerré la puerta. Cerré el portón del garaje
(allí el coche con la batería descargada; la aspiradora y algo de ropa
tendida). No me despedí de nadie. Me guardé para mí, eso sí, un gramo del aroma
de la tierra de Cáceres y sus hierbas bajo el sol de julio. Jara, retama y
olivo; el encinar, el tomillo. El cielo estaba espléndido y cegador. Desde el coche, en la distancia, un
torbellino de buitres, del Monfragüe o de las Villuercas, marcaban el último
punto de muerte, llamando. Parecían pender sobre la casa. Era solo una ilusión
óptica, en realidad: volaban varios kilómetros más lejos.
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